| María de la Luz Carrillo Romero, 2025 |
Antes
de que los siete hombres se encontraran, o después, que también después llovió
y dañó el trabajo hecho, se mojaron los tejados y los uniformes no recogidos
ese ayer. Hubieran sido ocho pero el conocedor de las recepciones palaciegas,
donde un número reposa sobre un vidrio, no le puede exigir a la espalda más que
tenerlo medio derecho y con vista a los jefes revisores de hojas de vida y
adecuadores de apartamentos. Mezclan, o le pasan el deber a otro, al que no
sabe palear pero quiere coger experiencia, el ñiño, y llenan tarros de agua
para el medio y la pala baja el monte de cemento con rechazo de carretera y
arena de pega; el oficial, que tampoco se estremece por cuestiones de espalda,
con una mano en la cintura, enano como él solo junto a los tres pisos que
levantó de a poco, dice esto allí o acá no más adelante.
Los
costales son patrocinio de la mensualidad de los vecinos, donaciones de
propietarios con cinco o seis casas divididas en torres alfabéticas y
escupitajos de la alcaldía coordinados por el octavo intruso, de nosotros pero
de ellos, llevando su tabaquería a los ascensores con secretarias ejercitadas
en pechos y nalgas hinchadas, para mejor asiento en sus escritorios adornados
por fotos del viaje a Versalles con el hijo de su amado, en fin. Si ya es de
mala educación ponerlas a oler la tabaquiña, peor es juntarlas en un relato con
sudores secos por polvo de mezcla y bocas endulzadas a gaseosa y botellones del
que sacó el equipo mirando a donde los agachados descargan canecas y esparcen
el material en canalcito. Pero conozco gente que se anotaría para ver a una de
esos labios gordos, a punto de explotar por tanto beso de conservador
cebolludo, alzándose un costal de dos latas, partir un bulto o servirse tinto
en la cafetera estropeada por manos dañinas de yo no fui.
El
caso es que los croasanes deben cogerse de a tres porque casi no llenan, y se
les debe sumar dos buñuelos, y si el transportador de pollos ya preparados no
quiere tres, y pasarlos con el tinto o la gaseosa o a saliva. Porque las galletas
que trajo el político son muy dulces, y a uno en esos trotes, en que la cabeza
parece reventar, en que no sabe si el cuerpo, la estructura en la que creía
sentado y dormido, es capaz de aguantarse una caneca mal medida, solo quiere
guandolo, cerveza y jugo de mango frío. O una amiguita que le pase un trapo por
la frente, la aclare con un beso y le diga: «Arre mula que te falta vivir», y
lo tire a uno a cargar por el guarentario y el exelectricista que descansan en
las escalas el peso que deberían triplicar, ya son padres y le aseguraron la
sopa a las tres familias que viven bajo el mismo techo duple.
Detengámonos
en la cuerpa de una mujer conocida por el conductor, una mona a lo Teherán
Romero que apareció de una escala de donde sale un alemán a ladrarle a un
límite y desapareció en otra casa del edificio que los hombres conocidos de los
demás hombrunos construyeron en años de acarreo por gemelos. Su trapecio, el
dorsal ancho, los romboides, los erectores de la columna, los deltoides
posteriores y el infraespinoso es lo que llama la atención, como desnuda
bazuquera a la orilla del río, por los rieles abandonados y los cambuches de
bolsas o bocas de desagüe, le arrebatan los ojos del suelo, si lleva carga, que
siempre se lleva, y lo pone a uno a buscar en cada uno de esos músculos en
vestier de poca grasa la sensualidad que ha probado al dientón que la tiene por
marida y señora de los tres pisos en la repartición de hermanos. Pero la atrae,
la mirada, y lo detiene a uno, le anula el cansancio, o lo redirige a
preguntarse qué sería de la mano que le ha dicho cosas sobándola sin plan
alguno, dirigido por las bajadas y los saltos de su respiración y el ritmo de
quien conduce el obsequio. Luego, como los paleros silban y ella se desvanece
tras una puerta carcomida en el inferior, por agua y patadas, queda en la
pátina del iris proyectada la espalda y sus brazos moviéndose conforme el muro
la engulle y nos deja, somos tres o más los que la vimos, la sensación de no
haber tocado nada, de malbaratar lo táctil de nuestros dedos y manos callosas,
secas, desprovistas de sangre circulada.
Y
el termino: se largó a llover cuando pasaban palustre, embellecían las grietas
por donde podría filtrarse el agua y lamerse la montaña sobre la cual erigieron
los tres y cuatro pisos de apartamentos familiares o arrendados de la juiciosa
parroquia sin fachadas revocadas. Tan duro que apenas logramos cubrir los
canales medio secos con costales de una plancha en construcción y un aviso
político, bocabajo, que no lograron detener la corriente, metida por donde le
diera la gana, lambiendo el material para regarlo por la calle, por otros
canales y terminó en la quebrada, para otro sector el rechazo del rechazo, la
basura utilizada para remendar un escombro de gentilicio. El oficial se reía
porque así era la naturaleza, el hijo del oficial arreglaba una canoa atascada
sus hermanos en Cristo rubicundos fueron a buscar almuerzo donde su madre
enanita y los otros, el agente de seguridad y el sentenciado se metieron a sus
respectivos nichos, este a sorber un caldo de pollo y a ruñir hueso en el
balcón, mojado por haber subido a ver el trabajo echado a perder, con la cabeza
en la olla del arroz remojada en el lavadero de la casa, presto para calentar
la cena en el rincón húmedo.
El Pedregal, junio de 2025
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La Tinta, «Las demandas de una comunidad consciente y participativa», Tecámac de Felipe Villanueva, México: La Tinta Ediciones, núm. 43, mayo-junio de 2025.
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