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Recuento a la festiva

Ventana Oscura, Lucy Tejada, 1967


Demoró en respirar algo que le dijese este mundo es tan estrecho, vio a una despanzurrada, de tops y gafas, y se metió al cuarto. Lleva dos horas sentado a los pies de la cama, respetuoso de la noche y el cuerpo en horizonte, como si cuidase de otro allí dormido, enfermo, próximo a ser tocado por hombres duchos en quebrar cuerpos antes de arreglarlos. Pero solo estaba él, desde los veinticinco, y ahora con treinta se ha acostumbrado a velarse aunque solo sea el de las emisoras de mala señal, el mayuyo que no da de qué hacer a las exhibicionistas de enfrente. Había planeado, porque la repetición de la pereza también cansa y él sabe en qué forma, salir al bar del amiguito del colegio —dijo «amiguito», como cuando ponía cara de perro para que lo dejaran salir— y saludarlos, preguntarle cómo iba el negocio, los cansones, y callar lo que duren cuatro cervezas para devolverse a casa pateando charcos, ensuciando motos.

Se rascó la pantorrilla, le escribió a la mamá, una señora que debía de estar pitando frijoles o vistiendo a los nietos de la hija que salió adelante, que le deseaba un feliz domingo con los que la conocen, y subió las dos piernas a la cama. Con la mano derecha cubrió los dedos friolentos, cobardes, largos, del pie izquierdo, y con la mano izquierda hizo lo mismo con el derecho: la humedad que moteaba las paredes pegadas al barranco, las pequitas que imaginaba en una mona enfermosa, en una hija blanca, la última, la que nació cuando los cuerpos viejos se juntaron para saciar la enfermedad con una presa fácil, un recuerdito perecedero, caprichos cuyo error pagan otros: los que perduran. En caso de existir, Dios la guarde, pensó y apretó más los pies, llamando el calor que no entraba a su cuarto, la sangre que parecía congelada antes de la meta, oxidándose desde el origen, pintando de negro los canales por los que debía correr grácil y ardiente.

El año pasado no le dijo nada ni a la vieja que le fía los huevos, con la que resultó ser necesario para cambiarle bombillos y cargarle botellones de agua. La pasó en un café, con un solo tinto ocupando la mesa, ya acabado y sin señas de querer otro, viendo las placas de los carros pasando a velocidad, ocupados por quién sabe cuántos cuerpos y en qué posturas y bajo qué diferencias, en la intersección. Hacía proyectos, planeando como si tuviera quince años, y se decía que para esta edad, veintinueve, ya debía estar construyendo el toque aristocrático de la finca que planeaba ocupar con su mujer, su suegra, la abuela de la suegra y una sirvienta conocida: una torre de dos pisos, cuyo acceso único sería una escalera, para recibir allí las comidas y solo bajar para hacer del cuerpo junto a un árbol, con una pala para echar la misma tierra encima. Pero se le hizo tarde. El apartamento, el cuchitril, la conejera en que vivía era lo más cercano a la torre, solo que sin compañía ni sin la sirvienta conocida por todos, ayudada por ninguno, andando la cabeza del congelado.

Si de algo se lamentaba, y solo se lamenta para ocupar el tiempo, para darle al aire vibras negativas y creer que existen, era de no tener hijos en el mundo, sumando papeles en los despachos, irreconocibles ante sus mismos familiares. Para él, que no los reconocería. El frío de los pies, la gangrena, los cigarrillos dejados: apretó los dedos, se afianzó en los pies y se balanceaba en la cama, sintiendo los resortes helicoidales en los glúteos, la estructura interna, el trabajo que ahora siente en los huesos que hace mucho su padre dejó de cascar. Le vino a la mente una imagen del padre alzándome la mano a la santa mama y la olvidó porque le fastidiaban los resortes, porque hay mejores formas de sufrir que evocando dolores ajenos. Para el caso, ponerse unas medias y acercar la tibieza que le huye. Fue al cajón de plástico donde guardaba los pantaloncillos y las medias y un fajo de billetes que se le olvidó reclamarse; se puso dos nonas, se asomó a la ventana y lo primero que llamó sus ojos de pescado fue el animal print de los chores de la abuela. Todo el tiempo ha estado hablando con una de sus crías, la que se pegó al rumbo de un hombre y le dejó la niña que ahora le dice madre. Le dio la espalda y él afianzó los ojos en el estampado, en los glúteos que, al menos bajo tela, eran negros, mentirosos, y se dijo:

«Parezca o no roída, algo se hace».

Y le silbó.

 

El Pedregal, mayo 13 de 2025


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Sonámbulo, Montevideo, Uruguay: MMEdiciones, núm. 12, agosto de 2025.

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